viernes, 24 de abril de 2020

Jaque Mate Capítulo XIV


CAPÍTULO XIV


Oldenburg, norte de la entonces República Federal Alemana, tarde lluviosa y plomiza de principios del otoño de 1972.
Lluís y Sabine, llegaron a media tarde a la mansión de los abuelos de ella, ubicada en medio de un denso bosque de abedules y abetos, el Audi que les había traído desde el Tirol avanzaba lentamente por el estrecho camino que conducía desde el portón de la verja que delimitaba la inmensa propiedad, hasta la puerta de la casa. El camino estaba flanqueado por dos inmensos setos de rododendros que impedían ver cualquier cosa que no fuera el propio camino. Casi en absoluto silencio, a excepción del ronroneo del motor y el crepitar de los neumáticos sobre la grava. Aún no llovía. Casi súbitamente, después de haber recorrido con seguridad más de 800 metros, tras una curva apareció la inmensa mansión ante los asombrados ojos del joven Lluís. Sabine, que disfrutaba dándole sorpresas a Lluís, no le había querido preparar para lo que iba a ver. Lamentable e involuntariamente, mucho menos para lo que iba a ocurrir en aquella opulenta, pomposa y, a la vez decadente casa.
Durante los dos últimos meses, desde la llegada de Lluís a Hamburgo, Sabine, a instancias de Lluís, había estado sondeando la posibilidad de organizar una visita a la casa a fin de presentar su novio a la familia. Su padre y sus abuelos paternos. Por fin, tras los acontecimientos ocurridos durante las últimas semanas y de los que Sabine, deliberadamente, había dejado al margen a los abuelos, Helmut, les anunció que Kurt y Gisela les esperaban para cenar aquella noche.
Aparcaron el coche bajo un cobertizo que había en un lateral de la casa, al lado del Mercedes M 280 E de Helmut, que había llegado unos minutos antes. Empezó a llover.
Cogidos de la mano, corrieron hacia la puerta principal de la impresionante mansión de estilo neoclásico —Años después, viendo la película Valkiria, de Bryan Singer, Lluís reconoció una mansión muy parecida: El palacete, a las afueras de Berlín, donde la cúpula del III Reich acordó la solución final— y con la fachada recubierta de granito, probablemente extraído de las canteras de la región de Renania-Westfalia, las ventanas, exentas de rejas y con unos escuetos visillos que llegaban tan solo a media altura del cristal de la ventana, lanzaban al exterior una tenue luz, el resto de las decenas de ventanas que tenia aquella casa, permanecían en completa oscuridad. Sin darles tempo casi siquiera llamar —una cadena que hacía sonar una campana en el interior de la vivienda—, la puerta se abrió hacia adentro y una adusta pero sonriente mujer mayor, de unos 45-50 años y con aspecto similar al de una monja seglar, sin velo, dio a Sabine una calurosa —eso sí, sin siquiera tocarla— bienvenida, lanzando a Lluís una escrutadora e inquisitiva mirada, se diría que casi temerosa, indicándoles el camino hacia el interior. No habían dado dos pasos cuando apareció Helmut Vogel, a recibirles. Era un hombre rubio, alto, fornido y seguro de sí mismo. Un estereotipo que haría feliz a cualquier fanático de la pureza aria. Aparentaba menos edad de los 53 que tenía. Estrechaba la mano con la presión justa y miraba directamente a los ojos. Ostentaba un alto cargo, además de poseer un buen paquete de acciones de la empresa, en la farmacéutica BAYER. Desde la muerte en 1962 de Frida, su mujer, por un cáncer, Helmut vivía sólo en una casa a las afueras de Pulheim, un pequeño pueblo, ubicado al norte de Colonia, cerca de la sede central de la empresa químico-farmacéutica. Desde el principio, Lluís y Helmut sintonizaron de inmediato, se cayeron bien. Ambos simpatizaban con la socialdemocracia. Helmut incluso invitó a Lluís a asistir a un mitin electoral del SPD —el Partido Socialista que entonces lideraba Willy Brandt— en un teatro de Hamburgo. Abrazó a su hija y… poniendo su mano sobre el hombro de Lluís, les condujo a la sala donde se encontraban los abuelos de Sabine. Tras el inicial y cálido recibimiento, Lluís empezó a sentirse un poco más cómodo
La sala, poco iluminada y con la lumbre de la chimenea crepitando al fondo, estaba moderadamente cálida. Los abuelos de Sabine, Kurt y Gisela Vogel, apenas si se levantaron del sofá de piel de vaca en el que estaban acomodados. Ambos estrecharon la mano de Sabine. Nada de besos. Estos sajones no acostumbran a besuquearse tan efusivamente como los latinos. Saludaron gélidamente a Lluís y le ofrecieron sentarse en un sillón un tanto retirado —o eso le pareció a él—, haciéndole sentir bastante incómodo. Sabine traducía al inglés, algunos fragmentos de la conversación, conversación que mantenían con frecuentes y descaradas miradas a Lluís.
Era evidente que la estaban interrogando acerca de su nuevo novio y… sobre todo de su origen genealógico-étnico. Se podía apostar por ello, con toda seguridad…
Eran casi las 19:30, ya noche cerrada en la septentrional y burguesa ciudad de Oldenburg, situada a unos 40 km. de Bremen, al suroeste de Hamburgo. Gisela, la abuela de Sabine, adusta mujer de unos 65-70 años, austera pero elegantemente vestida, se mostraba distante —del joven moreno y bronceado español parecía estar a años luz, y ella no pretendía otra cosa— y altiva, tomó una campanilla que había sobre una mesilla redonda, cubierta por una tela a juego con los cortinajes de raso, que se recogían mediante un pasamanos dorado que simulaba una cabeza de león, la hizo sonar un par de veces y… casi de inmediato, de una puerta con dos grandes cristales rectangulares, biselados y grabados, enmarcando con una filigrana, las letras KV en caligrafía gótica, aparecieron dos sirvientes. La que había recibido a la pareja de jóvenes al llegar y otra mujer, mucho más joven, esta portando todo un clásico del servicio doméstico: vestido negro, delantal blanco inmaculado con encajes en los bordes y, un gran lazo en la espalda, cofia a juego, ambas manos entrelazadas junto al regazo y mirada atenta y expectante hacia la que parecía ser el ama de llaves o gobernanta de la mansión.
Cruzaron un par de frases con Gisela y desaparecieron tras la misma puerta. Kurt, el abuelo, que había estado un tanto ausente de la conversación que mantenían su mujer, Sabine y Helmut, dio muestras de participar en la velada y, ante la sorpresa del español, dirigiéndose directamente a él, le pregunto, con gestos de las manos si tenía hambre. Lluís afirmó, encantado de que, el patriarca le hubiese tomado en cuenta. Al tiempo que le indicaba, con más gestos, el camino hacia el comedor. Mientras caminaban, le lanzó un par de preguntas que su invitado mostró no entender. Lluís miró a los ojos, a los hermosos ojos de Sabine, en busca de ayuda. Ella, mirando a su abuelo y con una mueca de desaprobación, hizo un gesto con la mano a su novio, pidiéndole que esperase.
Alguien encendió más luces que mostraron en todo su esplendor la pieza que parecía ser la joya de la corona de la casa.
El comedor, rectangular e interminable, contaba con otras tres chimeneas bien alimentadas por el abundante servicio, con troncos de enorme tamaño. Colgados en las paredes, Lluís reconoció
varias pinturas de distintas épocas, que le resultaban, en cierto modo familiares.
Desde muy niño, gracias a su gran afición por coleccionar sellos de correos de todos los países del mundo y dada su innata curiosidad por averiguar el significado de los temas que en ellos se mostraban, aprendió mucho de geografía, arquitectura, pintura, escultura. Eso palió, en parte, su aparente escasa formación académica, ocasionada, según le relató a Sabine, por la imperiosa necesidad de incorporarse al trabajo, a la temprana edad de 12 años. Desde muy joven, Lluís se formó como un auténtico autodidacta.
Varias de las pinturas colgadas en las paredes, las había visto antes en alguno de esos sellos, eso era seguro. Presumió —erróneamente— que serían réplicas. En un extremo de aquella sala, observó en una vitrina rinconera, varios objetos expuestos con unas luminarias dirigidas al conjunto, que los hacía aún más visibles. Pidió permiso al patriarca para acercarse a la vitrina acristalada y, éste con la cara iluminada y una sonrisa, hasta ese momento ausente de su faz, le tomó del brazo y le acercó a la vitrina, señalando los objetos y tratando de explicarle el significado de cada pieza: Una Cruz de Hierro con la esvástica, otras 10 o 12 medallas, una reluciente Lugger, una bayoneta, de más de 40 centímetros de hoja, un par de gorras de plato, un casco con el símbolo de la SS y otros objetos que cuyo propósito u origen, Lluís no entendió ni, en aquel momento le parecieron relevantes. Había una especie de yelmo griego o romano, en miniatura, una pequeña escultura de Marte, una réplica, con su portezuela y escala de cuerda, de un caballito de Troya. —Lo atribuyó a su simbolismo guerrero— Destacando, en lugar prominente, un maniquí de madera vestido con un flamante uniforme gala de comandante de las SS y varias fotografías de un sonriente Kurt, treinta y cinco años más joven. Hubo una cosa que sí captó poderosamente la atención del invitado español. Una foto: estaba tomada en España en 1937, en la foto aparecía el patriarca de la casa junto a otros seis o siete compañeros, todos vistiendo el uniforme de la Luftwaffe. Al pié de la foto la leyenda: “Legion Kondor, Spanien, April 26. 1937”. Se quedó sin habla. Estaba ante un oficial nazi que, además había contribuido a la derrota del ejército de la República Española, bombardeando a la población civil de Gernika. Y Kurt estaba orgulloso de su pasado. Solo treinta y cinco años atrás, este anciano de más de 70 años, asesinaba a judíos por toda Europa y, como oficial de la Luftwaffe, había estado probando su nuevo armamento el 26 de abril de 1937, bombardeando y masacrando, a un tercio de los 5.000 habitantes de la población vasca de Gernika. Era mucho lo que Lluís tenía que asimilar en poco tiempo y mucho lo que tendría que esconder el resto de la velada, por la impresión que aquellas imágenes le habían causado. Su propio padre luchó con el Ejército de la República y… fue represaliado por los rebeldes fascistas, al terminar la guerra.
Además del ama de llaves y la sirvienta que ya había visto, Lluís contó otros tres sirvientes, dos hombres de edad avanzada y otra mujer con idéntico uniforme al de la chica joven, pero un poco más mayor. Los hombres, que se cuadraban cada vez que se cruzaban con Kurt, vestían un traje oscuro con levita y adornaban su cuello con un lazo negro. Sus manos vestían guantes blancos y permanecían de pié uno a cada lado de lo que parecía ser la cocina, dentro de la cual había al menos otras dos personas. Estaba cada vez más impresionado y casi no podía disimular su asombro e incomodidad, al contemplar tal exceso. La habitación le recordaba una secuencia de La Caída de los Dioses, de Visconti y que había visto hacía un par de años, en Valencia.
La mesa, en la que cabían cómodamente sentados al menos 12 comensales, estaba dispuesta con cinco cubiertos. Gisela indicó acada cual su lugar en la mesa. Kurt presidiendo, a su derecha el invitado especial, a su izquierda, su hijo Helmut. Para su tranquilidad, Sabine se sentó a la derecha de Lluís, cogiéndole la mano de vez en cuando. Gisela se sentó al otro extremo de la enorme mesa, el más cercano a la cocina, a fin de dar las oportunas ordenes al servicio con mayor eficiencia.
A un gesto de Gisela, los dos lacayos escanciaron un vino blanco Riesling muy afrutado, de los viñedos de la zona del Mosela, y agua fresca. También colocaron dos cestas con unas lonchas de diversas clases de pan.
Un minuto después aparecieron las dos sirvientas con unas bandejas repletas de verduras. Patata, brócoli… —era la primera vez que el español comía de esa, para él extraña verdura—, zanahoria, repollo y coles de Bruselas.
Sirvieron directamente de la bandeja al plato, a la francesa, y ofrecieron un plato con mantequilla para poner sobre las verduras. Lluís se limitó a imitar lo que hacían los demás comensales. Kurt y Gisela, observaban cada uno de los movimientos de su invitado principal, sin disimulo alguno. Este empezó a ponerse nervioso, a pesar de la cortesía de Helmut y de los constantes apretones de mano de Sabine.
Al observar que todos rehusaban repetir verduras, Lluís les volvió a imitar. Declinó e incluso, educadamente, dejó un resto de coles de Bruselas en su plato —no las soportaba.— Los lacayos retiraron los platos y tras recoger las invisibles migas que presuntamente había sobre el elegante mantel de algodón y encaje, reemplazaron los cubiertos y cambiando las copas, sirvieron un vino tinto, importado de Italia —Lluís no dejaba de pensar en lo que acababa de contemplar en aquella vitrina—.
Vino el plato principal, también en bandejas portadas por las sirvientas con eficiencia prusiana. El plato consistía en una especie de roast beef, demasiado hecho, para el gusto del español, ya lonchado y parcialmente cubierto con una inidentificable salsa marrón. Para acompañar a la carne, las chicas ofrecieron una buena porción de puré de patata con mantequilla. Lluís, previsor, aceptó una abundante ración (si la carne no le gustaba mucho, al menos comería patata). También depositaron sobre la mesa un par de salseras de plata con una salsa blancuzca y no muy espesa, aclarándole —Puede que vieran alguna mueca o gesto extraño en la cara del invitado— que era de castañas. Estaba, para su gusto demasiado dulce, pero… combinada con la otra salsa, la carne de buey, resultó estar deliciosa…
Cuando los lacayos retiraron los platos, casi vacíos, del plato principal, de nuevo pasaron la espátula de plata para retirar las inexistentes migas del mantel, colocando alarmantemente nuevos cubiertos. Aunque esta vez eran para el postre. Un delicioso pastel de manzana Apfelstrudel. Las muchachas ofrecieron una nueva salsera, esta vez con salsa de vainilla caliente. Para rematar con una pizca de canela en polvo. Por un momento, Lluís apartó sus pensamientos del contenido de la vitrina y disfrutó de ese delicioso postre. Esta vez, cuando le ofrecieron repetir, la gula pudo más que la protocolaria educación y aceptó gustosamente. Curiosamente, Helmut y Sabine le imitaron, repitiendo una porción de pastel —probablemente para que él se sintiese mejor—.
El ama de llaves, dirigiéndose a Gisela, indicó que el café estaría servido en la “Sala de Lectura” Lesen Raum, así se refirió a la magnífica biblioteca, anexa a la derecha del comedor. Lluís Sáyago había hablado muy poco desde su visita a la vitrina y Sabine le lanzaba miradas de preocupación. Mientras caminaban hacia la biblioteca, Kurt se volvió a dirigir al novio de su nieta, preguntándole algo, algo que presumía no iba a entender. Sabine, que había escuchado la pregunta, le dijo a su abuelo algo, en tono recriminatorio. Lluís se mostraba cada vez más perplejo, tratando de disimular su creciente cólera e indignación. Inquirió a Sabine y, esta, ante su insistencia, le tradujo la pregunta: —Kurt debió percatarse del efecto que causó al español la visión de sus trofeos— “¿Luchó tu padre en la guerra civil de España con los comunistas o con el ejército de Franco?” Lluís giró bruscamente la cabeza buscando los ojos Kurt, contó hasta diez y le respondió: “Mi padre fue fiel al legítimo ejército de su país, al de la República, al igual que usted, a pesar de todo, también lo fue al de Alemania. Por ello, al terminar la guerra, fue represaliado por los fascistas españoles. Si ustedes no hubiesen prestado su ayuda al ejército rebelde de Franco, España podría haberse evitado muchos miles de muertos”
Cuando Sabine tradujo la respuesta, la sala enmudeció. El incómodo silencio se prolongó durante unos interminables veinte o treinta segundos…
En la mansión de los Vogel, la situación se estaba descontrolando. Tras la, para ellos inesperada respuesta, —Sabine nunca debió traducir la respuesta con que el indignado Lluís obsequió al anciano nazi—, y tras la pausa que siguió a la sorpresa, la respuesta de la pareja de ancianos no se hizo esperar y… mirando al intruso directamente, al tiempo que buscaban la ayuda de Sabine, farfullaron varias frases, presos de una ira desmesurada, era evidente que no le estaban felicitando, precisamente. Kurt, con los ojos inyectados en sangre, bramaba a su nieta, a la vez que lanzaba una mirada recriminatoria a su hijo. Helmut quedó atónito y no era capaz de articular palabra
—¿Cómo te atreves a traer a mi casa a un comunista? Que, además, ¡seguro que es gitano!”. Gisela, no le andaba a la zaga al patriarca: —Tendríamos que haberle registrado, seguro que lleva encima una navaja y, otras lindezas que, seguro, Sabine omitió traducir deliberada y piadosamente a Lluís.
Las cosas se precipitaron, Helmut miraba a Lluís quizá compasivo y trataba de calmar a sus progenitores. Sabine, totalmente avergonzada, asía de la mano a su atribulado novio al tiempo que gritó:
— ¡Nos vamos! y… esta vez es para siempre. Opa (Yayo) ¡¡ Sigues siendo un jodido nazi y… eso lo llevarás contigo hasta la tumba!! Y tú, Oma, eres peor que él. Vatti, yo no puedo más. ¿Vienes?
Lluís parecía no entender una sola palabra del vocerío que se había adueñado de la Lesen Raum. Sólo sintió que Sabine, tiraba de él en dirección a la puerta. Los marmóreos lacayos les devolvieron prestamente la ropa de abrigo que antes les habían cogido de las manos. Antes de que llegasen al cobertizo donde se encontraba el Audi, Helmut salió de la casa, casi corriendo y llamando a Sabine. Volvió a pedir disculpas, por el comportamiento de sus padres y exclamó:
—Hija, yo tampoco pienso volver a esta condenada casa. Nunca van a cambiar y… ambos lo sabemos
»Volvamos a vuestro hotel. Tenemos trabajo

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