viernes, 17 de abril de 2020


29 de enero de 2019


CAPÍTULO IX

Campo de Sachsenhausen, 4 de enero de 1945. El campo de exterminio más cercano a Berlín, en Orianenburg, al norte de la capital de Alemania
Ludwig Himmelfahrt bajó de la caja del camión que le había traído, junto a otra treintena de infortunados, desde el cuartel de la Gestapo donde había estado retenido desde el día del bombardeo de su zulo por los Aliados.
A pesar de las circunstancias, Ludwig, que había oído cosas terribles del campo, se consideró un hombre con suerte. Sachsenhausen era uno de los campos más pequeños y tranquilos del régimen nazi. Abierto al principio de la llegada al poder del nazismo, fue utilizado inicialmente para recluir a disidentes anti-nazis, y sólo desde hacía unos meses, les estaban enviando pequeños contingentes de judíos. Ludwig dio gracias a Dios y atisbó un hálito de esperanza.
El mismo día de su llegada, fue llamado a la oficina del comandante del campo, Anton Kaindl, un hombre de refinada cultura y muy inteligente, había sido informado de la presencia del famoso músico y pianista berlinés en su campo.
Anton tenía dos hijos de 13 y 16 años, ambos habían iniciado los estudios de música a muy temprana edad, pero… hacía ya casi dos años que no recibían ninguna clase.
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—Anton: Sr. Himmelfahrt, voy a ser muy claro con usted, —poniendo sobre la mesa una carpeta con el rotulo Juden. Familie Himmelfahrt—. No me gustan los judíos y menos aún si se casan con mujeres arias. Ustedes lo contaminan todo.
»No obstante, sé que al paso que van las cosas, la guerra acabará pronto y… hemos de pensar en el futuro.
»Va a dar clases de música y piano a mis dos hijos. »Serán intensivas. Quiero que aprovechen cada minuto que pasen con usted.
»Haga que amen la música. A cambio, vivirá.
»Una sola sospecha de falta de interés por su parte y… no creo que haga falta que le diga qué ocurrirá.
—Ludwig: No, de ninguna manera —se atrevió a decirle al comandante, envidando un órdago—. No haré nada a menos que… haga usted que traigan aquí a mi esposa, Greta, que está a punto de dar a luz, y a mi hijo Jakob. Estoy seguro que a usted no le será difícil saber donde están.
La inesperada respuesta, había descolocado al militar, acostumbrado, desde hacía años a que NADIE se atreviese a replicarle.
—¿Cómo? ¿Tanta prisa tiene por morir? Hará todo lo que le pida. ¿Entiende que no tiene alternativa?
—Claro que la tengo (dijo, manteniéndose firme). Si no tengo familia no tengo vida. Le obligaré a que me mate.
Tras una pausa que pareció durar una eternidad, el comandante llamó a los soldados que estaban apostados a la puerta del despacho y ordenó. —¡Llévenselo! Mañana decidiré cómo va a morir

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