jueves, 30 de abril de 2020

Jaque Mate Capítulo XX

Berlín, abril 1945. Cualquier calle

Capítulo XX

El 22 de abril de 1945, la última de las batallas de la II Guerra Mundial, en la vieja Europa, se libraba en las calles de una ciudad que, solo tres lustros atrás, estuvo considerada como el mayor escaparate cultural del continente. Una crónica de la época relataba: “Las fuerzas disponibles para la defensa de Berlín…  eran varias divisiones de las Waffen-SS, restos de varias unidades de la Wehrmacht, jóvenes de las Juventudes Hitlerianas, ancianos reclutados en el Volkssturm, policías, y veteranos de la Primera Guerra Mundial. A pesar de la superioridad numérica del Ejército Soviético la lucha en la ciudad fue muy feroz y se tuvo que pelear casa por casa”
Se luchaba, en combate desigual, casi tan desigual como lo que ocurrió en el otoño de 1939 en Polonia, los Países Bajos, etc. Durante las primeras semanas de la Guerra.
Los restos de las diezmadas tropas de la otrora todopoderosa Wehrmacht, huían casi en desbanda hacia el oeste, prefiriendo entregarse a las Fuerzas Aliadas que ser apresados por los soviéticos.

Al atardecer del día 30, los primeros soldados rusos en llegar al Reichstag, izarían la enseña soviética sobre el mismo frontispicio de la fachada principal del emblemático edificio gubernamental, símbolo del poder Nazi. Tan solo horas después del suicidio de Hitler. En tan solo unos días, el 2 de mayo, el general Weidling, rinde Berlín y firma la rendición incondicional de Alemania.

Sachenhausen, 22 de abril.

Los hombres de Harmel habían estado trabajando con su habitual eficiencia, durante toda la noche y, al alba el campo estaba minado y los barracones bañados en queroseno. Todas las puertas y ventanas habían sido condenadas con tablones y las cerraduras soldadas. Todo estaba listo. Para cuando llegasen allí los rusos, el campo de exterminio de Sachenhausen habría dejado de existir.
El subteniente de las SS Fritz Schmidt llamó a la puerta de la antigua residencia del comandante del campo.
¡ Heil ! Herr Kommandant. Todo está a punto. Solo esperamos la orden.         Las tropas ya están en los vehículos, dispuestas para partir hacia Berlin
El comandante y su subordinado se dirigieron a la puerta principal del campo. Allí el subteniente Fritz había dispuesto el detonador que haría volar por los aires a los infelices prisioneros. Quería ser el propio Harmel el que se encargase de ello.
Fritz: Kommandant, haga usted los hono… res

La última sílaba de la palabra que estaba pronunciando el subteniente Fritz, salió de sus labios, pero… estos, junto al resto de su cabeza ya no estaban sobre sus hombros, estaban a unos ocho metros por encima del resto de su cuerpo.
Un obús de artillería, perteneciente a las baterías del 1er Frente Bielorruso, comandado por el General Georgy Konstantinovich Zhúkov, había impactado justo entre los dos militares. El cuerpo del comandante se había desintegrado y del subteniente apenas si había quedado nada. La primera andanada de proyectiles iba especialmente dirigida al convoy de vehículos blindados, dispuesto ya en la carretera, fuera del campo. Las desorientadas tropas que sobrevivieron, huyeron en desbandada en todas direcciones.

Minutos más tarde, la Infantería soviética entraba en Sachenhausen.
De los cerca de 165.000 seres humanos que pasaron por allí, entre  30.000 y 100.000  perdieron la vida en aquellas instalaciones, sin contar a los prisioneros de guerra, de los que no se llevaba ningún registro y que eran fusilados nada más llegar al campo. Posteriormente se supo que, sólo de soldados soviéticos, hubo 18.000 fusilamientos.  El campo iba a ser liberado, pero… los horrores que se cometían entre sus paredes durarían hasta 1950, costando otras 12.500 vidas adicionales.  Stalin ordenó remodelar las instalaciones y en agosto la  NKVD Naródniy komissariat vnútrennij del o Comisariado del pueblo para asuntos internos, es decir, la Policía Política de Stalin, convirtió Sachsenhausen en el  Campo especial número 7 NKVD. Renombrado en 1948 como Campo Número 1, acogió en un primer lugar funcionarios nazis, presos políticos y condenados por el Tribunal Militar Soviético.

Tras la desactivación de los explosivos y el desbloqueo de los accesos a los barracones, los soviéticos, procedieron a efectuar un exhaustivo interrogatorio a todos los internos, especialmente a los hombres de entre 15 y 65 años. Entre ellos estaba Ludwig Himmelfahrt. Libre de toda sospecha y habiendo constatado su origen judío, los liberadores de Sachsenhausen, le dejaron en libertad, junto a su hijo Jakob, de 11 años.

Una vez terminada la guerra, tan solo 12 días después, Ludwig y su hijo regresaron a lo que había sido su hogar, antes de tener que esconderse, al ático de la Kurfürstendamm. En su lugar no había más que escombros. Berlín había sido arrasada casi en su totalidad y muy especialmente en la zona centro. Buscó sin éxito a Wolfgang Ritter, su colega de la Filarmónica y benefactor que les acogió en el desván de su casa, desde que se iniciara la persecución de los judíos. Ya nada les quedaba en Berlín.
Gracias a su antiguo trabajo, tenía muy buenos contactos, especialmente entre sus colegas de profesión por todo el mundo. En cuanto tuvo ocasión, hizo unas cuantas llamadas y, dos semanas después se encontraban en Zúrich. Un antiguo colega suyo, miembro del prestigioso conservatorio Das Musikkollegium Winterthur, instaurado en la ciudad suiza de Winterthur,  desde 1626, le había conseguido una plaza de profesor y, la dirección del conservatorio le consiguió un apartamento en las cercanías de la escuela de música.  Pasarían casi diez años hasta que tuvieran noticias de que el edificio donde se ubicaba su antigua casa de Berlín había sido reconstruido y los pisos, confiscados por los nazis, iban a ser devueltos a sus legítimos propietarios. Ludwig y Jakob, convertido éste ya en un apuesto hombretón de más de 21 años, regresaron a Berlín a finales de 1964. Ludwig recuperó su plaza en la renovada Berliner Philharmoniker y Jakob fue admitido como 3º pianista, en la misma orquesta que su padre.

Todo parecía ir bien hasta que una mañana de octubre de 1969… el portero del edificio le entregó al profesor un sobre que una mujer había dejado la noche anterior al vigilante nocturno del edificio.
El sobre contenía la siguiente nota, escrita con una caligrafía exquisita:

 “Señor Himmelfahrt, desde hace ya varios años, mi conciencia no me permite descansar en paz. Durante los años de locura y sufrimiento que el nazismo desató en toda Europa y también en nuestro país, cometí el error de ponerme al servicio del Reich. Tuve que ponerme una venda en los ojos para tratar de ignorar todas las atrocidades que irremediablemente tuvieron que ver.
En diciembre de 1944, cuando la Gestapo les detuvo, su esposa, Greta Himmelfahrt fue conducida a la clínica en la que yo prestaba mis servicios. Como recordará estaba a punto de dar a luz y, dada la circunstancia de que su origen étnico era ario, fue incluida en un programa especial, cuyo objetivo era el de tratar de preservar los bebés nacidos de madres arias. Eso no garantizaba en modo alguno la supervivencia de dichas madres. De hecho, si había algo que los fanáticos nazis más recalcitrantes odiaban más que a un judío, era a las mujeres arias que se unían a un judío.
Greta se me asignó a mí para que la cuidase y mejorase sus condiciones de vida, hasta el momento del parto. Habitualmente, tras el nacimiento del bebé, la madre, si sobrevivía era deportada a cualquiera de los campos de exterminio donde eran utilizadas como esclavas sexuales hasta su extenuación y muerte.
Su esposa dio a luz a una niña preciosa. Pesó 3.400 gramos y nació sana y fuerte.  Tomé la decisión de evitarle a Greta un destino tan terrible como el que presuntamente le esperaba y le inyecté una dosis excesiva de sedante antes de la intervención para “extraerle” el bebé. Ya no despertó y… a nadie le importó ni le extrañó.
Poco después, oí que la niña iba a ser trasladada a una institución del Reich, una especie de orfanato, reservado exclusivamente para niños de presunta raza aria. Yo, que me había encariñado con la niña, a la que había tenido que cuidar desde el mismo momento de su llegada a este mundo, el día 12 de enero de 1945. Solicité acompañar a la niña en la ambulancia que iba a ser trasladada a un lugar a casi 500 km de Berlin, en Frisia, la institución III Reich Sonderwaisenhaus, Allí permanecí, junto a su hija, dándole todo mi amor, con la esperanza de que, al término de la guerra, que parecía estar cerca, se me permitiera (o me tomaría ese permiso por mi cuenta) quedarme a la niña solo para mí. Me la llevaría a Rosshaupten, mi pueblo, junto al Forgensee, en Baviera.
Desgraciadamente, el 16 de abril, por la mañana, (ya se podían oír claramente los obuses de las fuerzas Aliadas que avanzaban desde el oeste y desde el sur. No tardarían mucho en llegar allí) llegó al orfanato un destacamento de soldados de la Wehrmacht, a cuyo mando estaba un oficial que solo sé que se llamaba Gerhardt. Pidió a la directora del orfanato que antes de dos horas, tenía que “limpiar” de símbolos nazis el orfanato y eliminar especialmente la palabra “Sonder” (Especial), que llevaba la institución como prefijo. Aquello tenía que parecer un orfanato de guerra, sin otro propósito que el de hacerse cargo de niños huérfanos. Todo el personal se puso de inmediato a efectuar las modificaciones que ordenó el tal Gerhardt. Pero… cuando todos creímos que el general se iba a ir sin más, pidió a la directora que le mostrase los bebés que aún permanecían allí. ¡ Quería uno para “un amigo”!
Recé (soy católica) para que escogiese a cualquiera menos a “mi” niña. No hubo suerte, la niña, que acababa de cumplir los cuatro meses estaba deslumbrante, sus azules ojos captaban la atención de cualquiera que la mirase. El general no fue una excepción. Dijo: “Quiero esa criatura. Me da igual si es hembra o macho. Prepárenla. Esta noche van a venir a llevársela”.
Me quedé horrorizada. ¡No podía ser, iba a perder a mi niña para siempre!.
Poco antes de las ocho de la tarde, llegó un coche con una joven pareja. Dijeron que se les había citado allí y que pronto vendrían sus padres. Se llamaban Frida y Helmut, Desgraciadamente, en aquel momento no pude ver el apellido. Les acomodaron en un despacho vacío (casi todo el orfanato estaba vacío) y les indicaron que esperasen.
Casi eran las 21:00 horas, cuando llegó al orfanato una ambulancia, esta vez con un matrimonio mayor. El hombre, aunque vestía ropas de paisano, no podía ocultar su origen militar. Sus nombres eran Kurt y Gisela
Les recibió el mismísimo general Gerhardt y se reunieron los cuatro en el despacho. La directora mandó traer a ”mi” niña para entregársela al matrimonio joven. Yo misma tomé en brazos a la niña y la llevé a donde me habían ordenado. A la mujer, la tal Frida, que no tenía muy buen aspecto.(Parecía enferma), se le iluminó la cara al ver a la criatura. Apenas si pude escuchar algún fragmento de la conversación. Se puso a llorar y, dirigiéndose a su marido, le dijo: “La llamaremos Sabine”. Minutos después, salieron por la puerta y… nunca más volví a ver a la niña. Solo que ahora ya tenía nombre. Unos días después, las tropas angloamericanas llegaron al orfanato, pusieron al mando a un equipo médico completo y nos permitieron volver a nuestras casas. Todo había terminado… hasta que, hace un par de semanas recibí una llamada de Rosemunde Fischer, la directora del orfanato. Estaba internada en un hospital de Múnich, en estado terminal, debido a una arterioesclerosis degenerativa. En 1945, cuando llegué al orfanato, ella se percató de inmediato de mi amor por Sabine. Ahora, viendo que la vida se le escapaba, quiso hacer una última cosa por mí. Me ha dejado una copia del expediente de adopción de Sabine. Aunque… no me será entregado hasta después de su muerte. No sé las razones que ha tenido para ello, pero… he decidido quitarme esa carga de encima. Le prometo que, en cuanto esa documentación obre en mi poder, se lo entregaré en mano. Quiero ayudarle a que recupere a su hijita, que el próximo 12 de enero cumplirá los 23 años. Ella también tiene que conocer a su verdadero padre”
Dora Meyer.

Ludwig no daba crédito a lo que estaba leyendo, pero… todo encajaba demasiado bien como para que no fuese cierto. Su hija estaba viva y… pronto iba a cumplir los 23 años. Las lágrimas acudieron prestas a sus cansados ojos. Se quitó las gafas, que hacía años que tenía que usar, tras llevar una vida leyendo partituras. Había cumplido ya los 57 y… de repente, su vida cobró un nuevo sentido. Iba a conocer a su hija, fruto póstumo de Greta, su gran amor.
Pronto se reuniría con Jakob, Andrea, su nuera y Tomas, su nieto de dos años. Tenía que darles la maravillosa noticia. Jakob tenía una hermana que se llamaba Sabine y... pronto, quizás en unos meses darían con ella.

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